Le escribo a la mamá de Lucas, mi hijo. Está angustiada, ya hay contagiados con coronavirus en Trujillo y todo parece haber cambiado en la ciudad. Lucas no es asmático, pero es un niño enfermizo, como si la gripe fuera ese amigo imaginario de sus cuatro años, y eso nos preocupa un poco más.

En el colegio -y en casa- le enseñaron (antes de la suspensión de clases) a lavarse bien las manos y no tocarse los ojos, boca y nariz. Por la tarde, su mamá debía ir a un centro comercial para realizar unos asuntos impostergables: iba a tener contacto con gente y buscó una mascarilla por precaución. Pero nunca encontró una. Algún ser sin adjetivos se había llevado más de cien para una casa de solo tres personas, que no las usan.

Poco después, mi mamá me llama. Está preocupada. Una cadena en Whatsapp la ‘bombardeó’ con información de una cuarentena general, de tiendas, farmacias y mercados cerrados. No sabe qué hacer, pregunta si yo sé algo, le respondo que no. Pero le pido que esté tranquila, que un cierre de tiendas es improbable y que solo son rumores. «Nos vemos en la casa, hoy llego temprano», y le cuelgo.

Vuelvo a mi asiento, tengo la computadora al frente. El diario está casi cerrado. Se acaba el primer fin de semana sin fútbol peruano, el negocio ha cambiado para nosotros. Dan las 8:00 p.m., y todos los televisores se unen en una sola voz y se arma un mosaico de la misma imagen. Es Martín Vizcarra dando su mensaje a la nación. Y algo me invade muy adentro.

Lo siento, hoy el trabajo pasa a un segundo plano. Mi cuerpo está acá en la redacción, escribiendo este texto. Pero mi mente está en mi familia, y en la angustia de la mamá de mi hijo, y en la preocupación de mi madre. En Lucas y en el deseo colosal de que transcurran las semanas y no me llamen a decirme que amaneció con fiebre o con dolor corporal. Hoy, el fútbol no se extraña. Pero la familia, sí.