Yo no quiero minutos, ni jugadas ni remates escritos. Quiero ese temblor en las piernas, ese ruido que entra por las orejas hasta inundar el pecho y desfogarse en la sonrisa. En ese grito mudo que estalla cuando la batalla es tuya, mía, de todos los peruanos. Quiero ser Alianza Lima en esta noche de Copa. Quiero gozar desde la tele, desde el sofá, desde la tribuna o la cancha. Quiero ver esa altura de La Paz marearse y caer de rodillas. Quiero ver a Costas levantando las manos hasta un cielo aquicito más cerca. Mientras el corazón ya está en la lengua dibujando palabras de interminable sabor a victoria. Con héroes como Salomón Libman, el rey de las altura, el rey a secas. Y es que hoy atajó con dos manos benditas. Tiró por el piso el carnaval boliviano, la fiesta de Oruro, las bendiciones preliminares de Evo Morales. Lo suyo fue una dictadura llamada trabajo y esfuerzo. Y no sólo de Libman. Lo fue de todos. Costas desde el banco acomodó a Solís y Sosa para destruir todo embate y así lo hicieron. Con la bandera peruana entre los dientes. Los laterales Villamarín y Prado sumaron, entre errores mínimos supieron aguantar a la amenaza celeste. En medio la idea de esconder la pelota se transformó en jugarla. Quinteros, Sánchez, Tragodara, González. Y un concierto de razones en estado creciente que ya hacían soñar a la formidable hinchada de peruanos que se acomodó en Sur para alentar y opacar al Hernando Siles. La primera mitad con el cero a cero ya era presagio. En el complemento, Da Rosa y Walter Flores castigaban desde larga distancia a Libman que se batía a duelo y gana. Por arriba, por abajo, por los lados. No entraba una. Alianza, entonces, atinaba a la contra, al corazón de Aguirre, a la potencia de José Carlos Fernández. Hasta los 27. Minuto letal en que José Carlos Fernández le falta el respeto a su historia y genialmente anota el primero, el 1-0 a los 3,650 metros de altura. Ya entonces era gigante. Apenas dos minutos después, otra vez José Carlos roba una pelota a Limbert Méndez y solo ante el portero Arana define el 2-0. Ya el pecho tiritaba, ya el corazón y el aire eran escasos para tanta alegría. El Siles era un coro de silencio. El susto vestido de drama llega a los 43' cuando, vía penal, William Ferreira descuenta. Pero falta algo más. Faltaba Johnnier, el exquisito, el mitológico ser que baila con la pelota y castiga. Entró faltando 10 y a los 47 anota un gol magistral burlando defensas, porteros, estadios, alturas y todo lo que se burla cuando uno juega al fútbol. Cuando hay ese instante de felicidad entre tu pie y la pelota. Entre tu piel y ese vicio llamado fútbol. Y que es capaz de alegrar un país. Cuando se hace de la altura una anécdota, un humo que se va si se sopla con orgullo y esfuerzo. Y uno siente su pecho. Siente un tambor que replica a tono alto que La Paz perdió la guerra.