Aunque parezca, no fue un domingo apacible ni mucho menos común en la vida de Ricardo Gareca, desde que se instaló en la Videna para experimentar por primera vez en la dirección técnica de un seleccionado. Ayer, domingo, hubo algo más que un amague coqueto entre preguntas obvias y respuestas trilladas. El argentino, por primera vez desde aquel 2 de marzo del 2015 en que asumió el cargo, incluyó en su discurso a las odiosas matemáticas.
Sí, finalmente y tras tanto esfuerzo, como si fuera ya un designio que tarde o temprano atrapa a los entrenadores de la ‘Blanquirroja’, el argentino apeló a los números para justificar su fe en nosotros. En el equipo, en su trabajo, en el clima, en los otros resultados... en todo. Gareca dio señas de que el aire se agota y la presión hace su trabajo allí por el borde del cuello. Nos dio, con tono muy moderado, la primera pista de lo pésimo que la selección está en estas Eliminatorias, donde en las próximas tres fechas debe hacer frente a tres de los diez mejores equipos del ranking mundial según FIFA: Ecuador, Argentina y Chile. ¿A quién no le faltaría el aire con ese panorama?
La presunción de la inocencia también se aplica para los técnicos. Mientras no haya pruebas, la culpa siempre será de aquellos factores que condicionaron el desastre: el escaso número de variantes por posición, la falta de jerarquía individual, las deficiencias formativas, la precariedad de los tiempos para ensayar lo táctico... Es en el último escalón que se encuentra la responsabilidad moral de quien tiene por objetivo el recambio. Y he allí otro dilema: Gareca nunca proyectó claridad en sus metas. Alguna vez detalló que su razón fundamental era competir por un cupo a Rusia 2018 y luego fue girando hacia otra variante más cómoda: incrementar el número de jugadores con un nivel más o menos decente para pelear algo. Fue en ese tránsito que se extralimitó al repetir muy convencido que teníamos todo para soñar con una Copa del Mundo. Dieciocho meses después, las matemáticas lo pusieron en su sitio.