Volvemos a la escena habitual, al lugar común de la frustración. De cara ante un fracaso que, a pesar de estar en nuestro presupuesto, no deja de lastimar, de cercenar el alma y corromper el estímulo.
Los números de Ricardo Gareca son nefastos en comparación a los últimos seis procesos eliminatorios; desde que todos juegan contra todos, la selección jamás había hecho un papel tan deplorable en sus primeros siete partidos. Tenemos un promedio de dos goles en contra por encuentro y no hemos anotado uno solo de visita, únicamente robamos puntos en casa, sí, los robamos, porque, hasta la fecha, en tres presentaciones de local, Perú solo ganó un partido. Es verdad que el fixture ha cambiado para la carrera hacia Rusia 2018, pero incluso destacando ese detalle, esta versión de la bicolor es imperdonable.
Lo que se viene es tan conocido que ya hasta vaticinarlo resulta redundante. Es ahora cuando emerge el espíritu crítico de muchos, las fórmulas de siempre, las taras que el desastre recurrente tan bien nos inculcó. Y también aparecen las matemáticas, esas aliadas de humo, compañeras de mil y un batallas perdidas con antelación. Es entrañable cuando las matemáticas entran a tallar, cuando nos encomendamos a ellas como si algún bien nos hubiesen legado en procesos anteriores.
Es el tramo final de una ilusión rota desde que nació, de una añoranza maldita y un deseo que se vuelve eterno año tras año, al punto que el peruano promedio parece aguardar las Eliminatorias para granjearse una buena dosis de decadencia y frustración.
¿Debe Gareca seguir en la selección? No solo necesita valor para continuar, sino también algo de masoquismo. Es un camino que él comenzó y tal vez debería concluir, manteniendo esa tendencia renovada de expectorar lo inservible y arreglárselas con lo útil. Depositando su confianza en un futuro, incierto sí, pero desmarcándose para siempre de un pasado vergonzoso.
A puertas de un nuevo fracaso, lo único que los peruanos no podemos permitirnos, esta vez, es creer que la impunidad y la falta de compromiso se pueden perdonar a cambio de no ser humillados porque esa mala costumbre nos tiene en donde estamos.