El Perú no es un país simple, guardamos un rencor, una deuda de más de tres décadas que nos ha perennizado el gesto, una vergüenza tan torpe como justificada. La espina clavada en el corazón, esa que se asienta cada cuatro años cuando rentamos nuestro aliento frente a una hermética pantalla.
Somos, en amplia mayoría, la generación del No Mundial, portadores del lamento de aquello que nunca se tuvo. Un sector que, sumando a ese otro que no ve a su selección en la máxima competencia desde hace tanto, conforma una masa saturada de frustración. Somos, en mayoría también, víctimas del juego sucio de la ansiedad que nos impide respetar procesos, que nos ciega y nos dota de la capacidad de encontrar lo malo en todo, de criticar por criticar.
Ricardo Gareca lanzó, hace poco, su primera convocatoria y la reacción de un amplio sector fue la de criticar sin demasiado fundamento el llamado. La sensación fue la de estar esperando la lista para soltar la crítica incendiaria, pontificar el rechazo y vaticinar el inminente fracaso. Aquí pocos parecen tener claro que la función de Gareca es la de seleccionar, de acuerdo a sus gustos y necesidades. Esta convocatoria no responde al merecimiento, ni al buen momento de cada jugador. Joel Sánchez y Julio Landauri fueron, para muchos, dos de los grandes ausentes. Una convocatoria para un partido de práctica no se puede basar en el rendimiento coyuntural de un jugador; de ser así Antonio Meza Cuadra, Víctor Rossel y Daniel Chávez deberían formar nuestro tridente de ataque. Lo que el argentino hace es ensayar y a estas alturas es lo único que puede hacer.
Como en todo cargo de esa magnitud, las decisiones se toman en base a gustos y tendencias, en este caso los de Gareca y, desde nuestra tribuna, es válido opinar, criticar, pero no tildar de incompetencia lo que simplemente es una elección. En el Mundial pasado, Alejandro Sabella prescindió de Carlos Tevez, hubo mucha crítica, pero también estuvo en la final del torneo. Un técnico, por encima de todo, debe ser consecuente.